El domingo día 11 comenzó muy temprano en la madrugada de la capital. Amanecimos sobre las 4:30 de la mañana para media hora después en la guagua (hemos descubierto que las de mayor tamaño son conocidas realmente como voladoras acá).
La primera parada antes de nuestro destino principal nos deparó un provechoso desayuno repleto de nutrientes saludables: un sandwich mixto y unas papas fritas. No es el menú habitual, pero a esas horas fue suficiente para conseguir engañar al estómago hasta la siguiente comida.
Tras un breve trayecto, llegamos a la ciudad de San Cristóbal a las 6:00 y tras un par de confusos rodeos, encontramos lo que andábamos buscando. El local, que en realidad era una casa más del barrio, nos recibía repleto de una muchedumbre alegre y con un segundo desayuno preparado para nosotros, esta vez con café. Por si la cafeína no fuera suficiente, la música comenzó a sonar desde nuestra llegada y pronto nos unimos con instrumentos y voces en una improvisada reunión de música merengue.
El objetivo de la visita nos fue presentado en el discurso pronunciado por uno de nuestros anfitriones. La situación es la siguiente: en la ciudad de San Cristóbal existe una tradición musical enraizada gracias a su Liceo Artístico, institución que ha sido durante años la referencia de la docencia musical de la zona. Recientemente, por cuestiones políticas el centro ha cerrado, dejando el edificio en una situación de abandono y, lo que es peor, sin una alternativa pública en la ciudad y alrededores para quien quiera aprender música.
El grupo de músicos que nos daba hoy la bienvenida formaba a todo aquel interesado y promovia la cultura musical en su barrio. Además, a modo de protesta, cada viernes a las 6 de la mañana se organiza una alborada que comienza en su local y termina en el Liceo. Durante la alborada, se interpretan diferentes piezas musicales tradicionales y folclóricas para que los vecinos se sumen y y se muestran pancartas reivindicativas.
Como nuestra presencia en San Cristóbal un viernes era imposible de gestionar, decidieron posponer la alborada de esa semana domingo, y nos unimos a la causa gustosos.
Sobre las 9:30 y una vez finalizada la protesta -con un discurso frente al Liceo y otro en la entrada de la ciudad en la que se prometió que la solución estaba cercana- y la sesión fotográfica, nos reunimos en una plaza con un templete donde estaba previsto un concierto —que casi se lleva por delante una tormenta tropical que, por fortuna, rápidamente se disipó—.
Allí tuve un reencuentro personal con uno de los músicos dominicanos que hace tres años nos acompañaron en la primera incursión de la orquesta en la República Dominicana. Su nombre, Félix Manuel Valdez. Por aquel entonces, tenía 15 años y asustaban las capacidaded que tenía para la trompeta. Tres años después, es aún más impresionante, con más nivel técnico y con un gusto musical más desarrollado. Es un monstruo y me parece que se ha ganado el poder vivir de su pasión, espero que sea así.
El concierto didáctico fue un éxito y recibimos el calor de los asistentes que rara vez tenían la oportunidad de ver un violín o un contrabajo y que nos lo agradecieron muy efusivamente.
Finalizaríamos la mañana en el Campo Club San Cristóbal, donde tuvimos la suerte de poder refrescarnos en la piscina e hidratarnos con unas cervezas y jugos, además de compensar el desayuno express con un sancoho con arroz y aguacate que, como dijo un comensal autóctono, «revivia muertos» .
Habían pasado apenas 24 horas desde de mi llegada y ya me había aclimatado. No solo a la temperatura y a la humedad, si no también a no dejar de escuchar música, en todo momento y en todo lugar. Los recuerdos de hace tres años se me venían a la cabeza y el país volvía a generar en mí la misma sensación de calma y simpatía constante.
Como no podía ser de otra forma en domingo en Santo Domingo, el día —y sobre todo la noche—terminó en el Bonyé. Se trata de una verbena tradicional que lleva celebrándose domingo tras domingo desde hace 12 años en una de las plazas de la zona colonial, con unas ruinas enmarcando el fascinante entorno. Declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, debe su nombre al grupo que toca cada semana allí. Conocimos algún que otro autóctono que preguntaba curioso por nuestro grupo de blanquitos, como fue el caso de Pedro Sánchez, un militar y conguero profesional de unos 70 años que iba allí cada semana a «escuchar tocar guataca», es decir, música tradicional.
Los bailes se sucedieron y fueron cerrando la noche de un intenso día.
Rubén Sánchez