La Romana es tumulto. Es trasiego constante de coches, ruido de motores y cláxones a cualquier hora del día o de la noche. Es también cúmulo gris de edificios, apilados aquí y allá sin un sentido claro. Y es, sobre todo, gente. Mucha gente que pasa, que vive o intenta vivir trabajando en un puesto callejero, en un taller, en un centro comercial o en todo a la vez.
Una búsqueda rápida en internet sobre La Romana nos presenta un ciudad próspera, plena de oportunidades para los dominicanos, y, sobre todo, un paraíso para los turistas. Resorts de lujo, campos de golf, playas de ensueño o restaurantes exclusivos aparecen indefectiblemente asociados a este lugar. Hay que indagar un poco más para encontrar referencias al empleo precario, al hacinamiento, al acceso desigual al agua y la electricidad. Nosotros nos dimos de bruces con esta última realidad. En directo, basta con dar unos pasos para encontrarla.
Hemos pasado aquí un par de días, en los que hemos ofrecido dos conciertos. El primero, que cambió de ubicación tres veces en unas horas, acabó resonando en un centro comercial, mezclado con las músicas procedentes de una bolera, varias tiendas de ropa y con los gritos del público improvisado que, como suele suceder aquí, se entusiasmaba al poder bailar, cantar o escuchar.
El segundo, ya apurando la última mañana antes de partir de nuevo hacia Santo Domingo, fue el acontecimiento del día en la Residencia de ancianos ¨Padre Abreu¨. Se nos unieron rejuvenecidos, cargados de la energía que los dominicanos reservan para la música, eternamente agradecidos por lo que entendieron como el mejor regalo.
Nos fuimos poco después paladeando estos últimos instantes, llenos de una realidad muy diferente a la de los escenarios de cartón piedra de los que nos habla Wikipedia.
Román Álvarez